sábado, 20 de octubre de 2007
En el asiento de atrás.
Comienza la mañana nuevamente. Son exactamente las 7:45 de la mañana y voy atrasada para llegar a la oficina del letargo eterno.

Las mismas sillas, el mismo escritorio; debo confesar que hay veces en que me gustaría que mi escritorio fuera de color naranjo o amarillo, con una flor gigantesca que me recibiera con sus pétalos cada vez que me acercara a escribir alguna orden de mi jefe o al realizar alguna carta dictatorial con los mismo reparos de siempre y con los típicos halagos y formalidades como “estimado señor…” o “respetado…”. Honestamente nunca han sido ni estimados ni respetados esos mismos sacos de pelota por mi jefe, pero soy la secretaria y no queda otra que escribir con un toque de sometimiento, pero al mismo tiempo de resignación.

Sí, lo confieso, hoy es al parecer un día de tantos, con la misma pasta dental, el mismo baño y la misma sonrisa burlona de mi despertador…o así parece siendo ya las 7:59 am sin poder llegar aún al trabajo.

Estas mañanas son típicamente rutinarias. A las ocho de la mañana existe una mezcolanza de gente estresada entre estudiantes y trabajadores. Todos con un fin común: pelear en la selva matutina para lograr un taxi o una micro o un colectivo que salve la situación ya engorrosa de tardar más de la cuenta por una cama demasiado abrigada o una resaca que ni el mejor maquillaje puede disimular.

Mi dedo congelado logra luego de casi siete valiosos minutos detener un colectivo con bastante olor a rotativo y un perro de juguete que me mira burlonamente moviendo la cabeza como un desnucado.

“Se paga por favor…gracias…sí, voy al centro…gracias”. Respiro. Ya voy dentro de un intento de transporte que por lo menos podrá trabajar más rápido que mis piernas para llegar al destino. Pienso en el reto de mi jefe por la carta que debería haber enviado a las ocho de la mañana; y pienso en mi rutinaria soledad, esa misma que me obliga a pensar siempre en trabajo.
Instalada en el asiento de atrás del colectivo, reflexiono en lo cómodo que han estado de un tiempo a esta parte los sillones traseros de esta movilización, me instalo y disfruto como turista. La selva la miro con distancia.

Ya son las 8:15 de la mañana. Me empiezo a desesperar y a poner nerviosa. Con esta son ya nueve veces que el colectivo se detiene y no hemos avanzado nada. En la detenida número diez y al llegar al colapso matutino, pienso en bajarme pero un tipo que no alcancé a visualizar se sube casualmente al lado mío. Tiene rico perfume y no se por qué me pongo roja como adolescente.
Junto con él se sube una señora de “grandes proporciones” que achica mi territorio en el colectivo, sin querer siento la pierna de otro y la mirada se pega en el vidrio con indiferencia absurda.

Creo que a estas alturas se ha olvidado el trabajo por unos minutos, ahora sin querer ni pensarlo me acaba de hipnotizar un perfume y un muslo masculino de procedencia desconocida pero que con mi mirada con aumento 2,5 en el ojo derecho puedo visualizar que al mostrar su billetera se llama Ernesto Avellaneda. ¿Debo mencionar que me están pasando cosas y no entiendo porqué? Sin duda debe trabajar en alguna oficina porque su maletín, carpetas y una corbata bastante sexy lo delatan. Parece que el perfume es un regalo para su cuello… y para mi olfato.

La señora de la circunferencia no se quiere bajar porque al parecer está discutiendo con el chofer por no dejarla casi en la puerta de su destino. El chofer le dice que el no es taxi y vamos discutiendo. Yo rezo para que no se baje, la cercanía con el tipo de perfume rico es implícitamente una complicidad de pieles y ropa de trabajo.

Faltan 10 cuadras para llegar al centro, no sé a dónde va Ernesto Avellaneda. Acaba de mirar el reloj. Suspira y mira hacia donde estoy insospechada. Vuelvo a la adolescencia con mi cara roja y un matiz de bronca por mi nuevo color facial. Parece que tiene mi edad o un poco menos. Lo que si está claro es que va igual de atrasado que yo y además algo nervioso por probables retos. Su pierna sigue ahí y la mía también. Ya hay más confianza. Ambos nos acomodamos con una sonrisa absurda.

El sentir la pierna de un hombre desconocido olvida un poco la tensión de sentirme vulnerable, es más, quiero y deseo sentirme vulnerable. Quiero y deseo que el tiempo se detenga…y mi vida también junto con la de él. Porque sin querer su pierna revela lo sola que me siento, lo triste y condicionada que me encuentro. Renace en mí la ilusión y una cuota de deseo. Sin querer, estoy soñando y vuelo tomándole la mano para que no se pierda, como a un niño, como a un hombre que sin él pensarlo me ha replanteado esta soledad y ha vuelto a despertar en mí las ganas de ver sonreír a un hombre. Sonreír por la vida, pero porque esa vida sea yo.

La gordita se baja en su destino. Ha ganado la batalla de adjudicarse un taxi- colectivo y la ha dejado en la puerta del lugar. Pienso en qué pasará ahora. Nada. Maravillosamente no pasó nada. Él seguía ahí en esta misma hora y en el mismo canal, en esta misma ilusión que sin querer creo que durará lo que dura la trayectoria de destino.

Ya se veía la esquina de todos los días en donde me tenía que bajar, sólo me quedaba dale implícitamente las gracias, sí, porque me sentía agradecida por un sueño de 15 minutos, me sentía agradecida por su aroma y su pierna.

“Por aquí por favor…gracias”. Me bajo y junto con mi llegada a el mismo lugar y la misma rutina alguien dice en forma lejana “espera, yo también me quiero bajar aquí… ¿Aceptarías un café? total ya no es hora de ir a trabajar”. Ay Ernesto Avellaneda…son nuestros tres hijos los que actualmente me hacen recordar esta escena.

 
posted by Verónica Carmona at 18:24 | Permalink | 9 comments
jueves, 4 de octubre de 2007
Rememos todos para el mismo barrio

Hace exactamente una semana y media de mi vida, he descubierto que una de mis verdaderas vocaciones es acercar a los medios a la gente de escasos recursos. Me explico. Hace esa misma semana estoy trabajando en un proyecto que tiene la gran misión de restaurar barrios y dejarlos bellos para que la conocida “señora Juanita” se pueda sentar a mirar el atardecer en una bonita plaza mientras ve jugar a sus hijos y mira el futuro con un entorno más satisfactorio.


Pues bien, a mi me nombraron (imagínense que digo esto roja como un tomate) encargada de comunicaciones del proyecto. Sin duda es un gran, pero gran honor, todo iba normal…la oficina, el café del medio día, el computador…bueno todo normal. Hasta que fui a terreno. Me cambió la visión, por enésima vez estaba en carne viva.


¿Han sentido alguna vez la sensación de dejar un legado importante en esta vida? ¡Pues yo encontré como dejarlo!


Porque desde el pequeño que juega fútbol con una pelota de papel hasta la señora que me invita a tomar tesito con la bolsita remojada dos veces…les juro que nunca había visto mejor futbolista, ni un té más rico.


Mi alma nace y de un momento a otro hago un pacto con Dios con la intención de no sólo hacer mi pega, sino también dejarles un legado, algo importante,…que el pequeño que juega fútbol cuando tenga 18 años diga “quiero ser profesional” o que el señor que es mecánico piense “debo dejar de alcoholizarme porque tengo una familia que me quiere” eso, eso quiero dejar, no sólo quiero comunicar o informar…quiero también enseñar, dejar una lección de vida, no porque me considere sabia…sino porque siento que a mis 23 años he mirado el mundo de diversos colores...y este es uno de los más bonitos...el color a esperanza.
 
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